Con 19 medallas, tras ganar el 4x200 libre, es el más laureado en los Juegos al superar a la gimnasta Latynina (18)
Después de 11 años, el estadounidense pierde por primera vez una final de 200 metros mariposa (plata), superado por el sudafricano Le Clos por cinco centésim
Michael Phelps conquistó su primer oro en la piscina de Stratford y pasó a integrar un club del que no se conocen más miembros. La medalla con Estados Unidos que consiguió anclando la final de los relevos de 4x200 metros libre se unió a la plata que obtuvo en los 200 metros mariposa, dos pruebas separadas por un intervalo de apenas una hora que le obligaron a realizar un esfuerzo supremo para recuperarse y volver a la pelea. Al concluir la jornada, sumaba dos platas y un oro en la competición de Londres y un total de 19 medallas en toda su carrera olímpica. Más que ningún otro deportista en la historia de los Juegos.
Estados Unidos se adueñó de la piscina como en los viejos tiempos para recuperar la autoridad perdida en un mundo cambiante y plural en el que surgen amenazantes una serie de potencias nuevas con China y Francia al frente. Lo hizo a lo grande en la final del relevo de 4x200, una prueba que ha conquistado tres veces en los últimos cuatro Juegos. Empleó a su mejor batallón disponible, con Ryan Lochte abriendo la carrera y Phelps cerrándola. La distancia media se ajusta mejor a las figuras estadounidenses y solo Francia, con el prodigioso Yannick Agnel, logró apretar hasta la última pared. Alemania se hundió entre los 400 y los 600 metros, Australia desapareció del radar a los 400 y a los 600 emergió China para alcanzar el bronce arrastrada por el soberbio Sun Yang.
A Phelps le gusta tanto competir que está dispuesto a someterse al fracaso con tal de poder entablar una disputa. Los Juegos le están exhibiendo sin el ardor competitivo de otras veces y con un cuerpo cansado, pero, a sus 27 años, no ha perdido el atrevimiento. No ha venido a Londres para demostrar que es el mejor. Ha venido a medirse a los mejores. Y el mejor en estos días es Agnel. El francés es un nadador versátil, elegante, joven y enérgico en su envoltorio de largos miembros de músculos finos. Obligado por las circunstancias, salió a cazar el oro a un territorio al que la mayoría habría visto una empresa inabordable. Sus 200 metros finales resultaron memorables. Dieron vida a la carrera y recordaron que la natación francesa se ha ganado un puesto de consideración. Su tiempo, 1m 43,24s, fue el mejor de todas las postas. Estuvo a punto de poner a Phelps en verdaderos problemas, pero al de Baltimore le quedaba garra para combatir, lograr la segunda mejor posta de la final, 1m 44,05s, y meter el oro en la caja fuerte. Su madre, Debbie, le aclamaba desde la grada. La suya había sido una proeza. Otra más. Había nadado la final de los 200 mariposa hacía una hora y había regresado para hacer historia después de pasar por el mal trago de la derrota. El sudafricano Chad le Clos le había arrebatado el oro en la última brazada, despojándole de la posibilidad de ser campeón olímpico por tercera vez consecutiva en la historia en la que es su prueba fetiche.
“Tuve suerte”, dijo Le Clos; “en los últimos 25 metros, vi que Michael se frenaba y me esforcé por estirarme todo lo posible para coger más agua. Me dije: ‘¡Qué felicidad ser el primero!”. Cinco centésimas de segundo separaron a Phelps de su reino, perdido ayer definitivamente después de once años de dominio prepotente. Cinco centésimas de segundo separaron al mejor nadador de todos los tiempos de su meta, un objetivo que en su plenitud jamás habría dejado escapar después de mandar en la carrera durante 199 metros.
Si por algo se caracterizó el estadounidense fue por sus llegadas furiosas, por su deseo febril de victoria, por su carácter, capaz de impulsarle más allá del dolor, más allá de la asfixia. En su esplendor, no habría permitido que un adversario le arrebatara una carrera como la que le ganó Le Clos con el cuarto mejor tiempo de la historia. El cronómetro se detuvo en 1m 52,96s y puso término a una época.
Dijo Phelps que vino a los Juegos a divertirse. Quizás ahora esté descubriendo que la felicidad no tiene nada que ver con ser el número uno, pero se llevó un disgusto al verse derrotado. Supo el resultado antes de mirar a la pantalla. Se giró, se quitó el gorro y lo arrojó con rabia.
Desde el 30 de marzo de 2001, Phelps batió ocho veces el récord mundial de los 200 metros mariposa. Le recortó tres segundos. Comenzó por bajar de 1m 55,18s, la marca de Malchow, y acabó por establecerlo en 1m 51,51s con la ayuda de un bañador de goma en los Mundiales de Roma 2009. Más allá de todas las inseguridades que le generaron su falta de entrenamiento en los últimos años, Phelps se aferró a los 200 mariposa como quien se agarra al último bastión de un mundo. Su derrota en Londres despeja las dudas sobre su estado de forma y, sobre todo, sobre su agotamiento mental. Nadie ha hecho lo que ha hecho Phelps durante una etapa tan prolongada. Nadie se ha incursionado hasta los 27 años después de cosechar 16 medallas olímpicas con la intención de conseguir más, apuntándose a programas de siete y ocho eventos.
Mientras le colgaron la plata, sonrió. Como si, por fin, aplacada la frustración, se hubiera quitado un peso de encima. El público de Londres, que le aplaudía con fervor, se había entregado a la causa de animarle a que fuera más allá. Eternamente intacto. Pero la eternidad ya no es posible. Bien lo sabe este campeón que se colgó la plata después de perder en su ley y una hora más tarde acudió a batirse con el líder de la nueva generación para devolverle a Estados Unidos el orgullo perdido.
Estados Unidos se adueñó de la piscina como en los viejos tiempos para recuperar la autoridad perdida en un mundo cambiante y plural en el que surgen amenazantes una serie de potencias nuevas con China y Francia al frente. Lo hizo a lo grande en la final del relevo de 4x200, una prueba que ha conquistado tres veces en los últimos cuatro Juegos. Empleó a su mejor batallón disponible, con Ryan Lochte abriendo la carrera y Phelps cerrándola. La distancia media se ajusta mejor a las figuras estadounidenses y solo Francia, con el prodigioso Yannick Agnel, logró apretar hasta la última pared. Alemania se hundió entre los 400 y los 600 metros, Australia desapareció del radar a los 400 y a los 600 emergió China para alcanzar el bronce arrastrada por el soberbio Sun Yang.
A Phelps le gusta tanto competir que está dispuesto a someterse al fracaso con tal de poder entablar una disputa. Los Juegos le están exhibiendo sin el ardor competitivo de otras veces y con un cuerpo cansado, pero, a sus 27 años, no ha perdido el atrevimiento. No ha venido a Londres para demostrar que es el mejor. Ha venido a medirse a los mejores. Y el mejor en estos días es Agnel. El francés es un nadador versátil, elegante, joven y enérgico en su envoltorio de largos miembros de músculos finos. Obligado por las circunstancias, salió a cazar el oro a un territorio al que la mayoría habría visto una empresa inabordable. Sus 200 metros finales resultaron memorables. Dieron vida a la carrera y recordaron que la natación francesa se ha ganado un puesto de consideración. Su tiempo, 1m 43,24s, fue el mejor de todas las postas. Estuvo a punto de poner a Phelps en verdaderos problemas, pero al de Baltimore le quedaba garra para combatir, lograr la segunda mejor posta de la final, 1m 44,05s, y meter el oro en la caja fuerte. Su madre, Debbie, le aclamaba desde la grada. La suya había sido una proeza. Otra más. Había nadado la final de los 200 mariposa hacía una hora y había regresado para hacer historia después de pasar por el mal trago de la derrota. El sudafricano Chad le Clos le había arrebatado el oro en la última brazada, despojándole de la posibilidad de ser campeón olímpico por tercera vez consecutiva en la historia en la que es su prueba fetiche.
“Tuve suerte”, dijo Le Clos; “en los últimos 25 metros, vi que Michael se frenaba y me esforcé por estirarme todo lo posible para coger más agua. Me dije: ‘¡Qué felicidad ser el primero!”. Cinco centésimas de segundo separaron a Phelps de su reino, perdido ayer definitivamente después de once años de dominio prepotente. Cinco centésimas de segundo separaron al mejor nadador de todos los tiempos de su meta, un objetivo que en su plenitud jamás habría dejado escapar después de mandar en la carrera durante 199 metros.
Si por algo se caracterizó el estadounidense fue por sus llegadas furiosas, por su deseo febril de victoria, por su carácter, capaz de impulsarle más allá del dolor, más allá de la asfixia. En su esplendor, no habría permitido que un adversario le arrebatara una carrera como la que le ganó Le Clos con el cuarto mejor tiempo de la historia. El cronómetro se detuvo en 1m 52,96s y puso término a una época.
Dijo Phelps que vino a los Juegos a divertirse. Quizás ahora esté descubriendo que la felicidad no tiene nada que ver con ser el número uno, pero se llevó un disgusto al verse derrotado. Supo el resultado antes de mirar a la pantalla. Se giró, se quitó el gorro y lo arrojó con rabia.
Desde el 30 de marzo de 2001, Phelps batió ocho veces el récord mundial de los 200 metros mariposa. Le recortó tres segundos. Comenzó por bajar de 1m 55,18s, la marca de Malchow, y acabó por establecerlo en 1m 51,51s con la ayuda de un bañador de goma en los Mundiales de Roma 2009. Más allá de todas las inseguridades que le generaron su falta de entrenamiento en los últimos años, Phelps se aferró a los 200 mariposa como quien se agarra al último bastión de un mundo. Su derrota en Londres despeja las dudas sobre su estado de forma y, sobre todo, sobre su agotamiento mental. Nadie ha hecho lo que ha hecho Phelps durante una etapa tan prolongada. Nadie se ha incursionado hasta los 27 años después de cosechar 16 medallas olímpicas con la intención de conseguir más, apuntándose a programas de siete y ocho eventos.
Mientras le colgaron la plata, sonrió. Como si, por fin, aplacada la frustración, se hubiera quitado un peso de encima. El público de Londres, que le aplaudía con fervor, se había entregado a la causa de animarle a que fuera más allá. Eternamente intacto. Pero la eternidad ya no es posible. Bien lo sabe este campeón que se colgó la plata después de perder en su ley y una hora más tarde acudió a batirse con el líder de la nueva generación para devolverle a Estados Unidos el orgullo perdido.
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